miércoles, 20 de enero de 2021

5°AÑO. CASTELLANO.

 

Área : CASTELLANO      5° AÑOS       

Profesora: DELIA BERMÚDEZ        

Año escolar : 2020-2021.    2do LAPSO.  

FECHA DE ENTREGA 22 DE FEBRERO DE 2021

Lectura: La rosa para Emily de William Faulkner

ACTIVIDAD:

1.     Primero debes hacer la lectura, luego realiza un análisis colocando los aspectos más significativos como ser humano ya que tiene diferentes puntos de vista, recuerda que debes utilizar conectores , revisar la estructura de un análisis además de respetar los aspectos formales de la escritura para la cohesión y coherencia al momento de redactar.

2.      Segundo  realiza un caligrama con toda la lectura, no debe quedar ningún párrafo fuera del dibujo que escojas para hacer el caligrama.

LECTURA:

Una rosa para Emily William Faulkner I Cuando  murió  la  señorita  Emily  Grierson,  todo  nuestro  pueblo  asistió  al  entierro,  los  hombres por una especie de afecto respetuoso hacia un monumento caído, las mujeres sobre  todo  por  curiosidad  de  ver  su  casa  por  dentro,  que  no  había  visto  nadie  en  los  últimos diez años excepto un viejo criado – una combinación de jardinero y cocinero. Era una gran casa de madera, más bien cuadrada, que en otro tiempo había sido blanca,  decorada  con  cúpulas  y  capiteles  y  balcones  con  volutas  en  el  pesado  estilo  frívolo  de  los  años  setenta,  situada  en  lo  que  en  otro  tiempo  fue  nuestra  calle  más  selecta.  Pero  los  garajes  y  las  desmotadoras  de  algodón  habían  recubierto  y  borrado  incluso los nombres  augustos de ese barrio; sólo quedaba la casa de la señorita Emily, elevando  su  terca  decadencia  coqueta  por  encima  de  los  carros  de  algodón  y  las  bombas  de  gasolina    ofensa  a  los  ojos  entre  tantas  ofensas  a  los  ojos.  Y  ahora  la  señorita Emily se había ido a reunir con los representantes de esos augustos nombres que  yacían  en  el  cementerio  adornado  de  cipreses  entre  las  alineadas  tumbas  anónimas de los soldados de la Unión y de la Confederación que cayeron en la batalla de Jefferson. En  vida,  la    señorita  Emily  había  sido  una  tradición,  un  deber,  un  cuidado;  una  especie de obligación hereditaria sobre el pueblo, que databa de aquel día de 1894 en que  el  coronel  Sartoris,  el  alcalde    el  que  engendró  el  edicto  de  que  ninguna  negra  debía  aparecer  en  la  calle  sin  delantal-,  la  dispensó  de  impuestos,  datando  esa  dispensa  desde  la  muerte  de  su  padre  y  a  perpetuidad.  No  es  que  la  señorita  Emily  hubiera  aceptado  una  caridad.  El  coronel  Sartoris  inventó  un  enredado  cuento  en  el  sentido de que el padre de la señorita Emily había prestado al municipio un dinero que el  municipio,  como  cuestión  de  negocios,  prefería  devolver  así.  Sólo  un  hombre  de  la  generación y de la delicadeza del coronel Sartoris podría haberlo inventado, y sólo una mujer se lo podía haber creído. Cuando  la  siguiente  generación,  con  sus  ideas  más  modernas,  llegó  a  ser  los  alcaldes y los concejales, ese arreglo creó cierta insatisfacción. A principios de  año le enviaron  por  correo  un  aviso  de  impuestos.  Llegó  Febrero  y  no  había  respuesta.  Le  escribieron  una  carta  oficial,  pidiéndole  que  se  presentara  en  la  oficina  del  oficial  de  justicia cuando le fuera más cómodo. Una semana después, el propio alcalde le escribió en persona, ofreciendo visitarla o enviarle su coche, y recibió en respuesta una nota en papel de forma arcaica, con una delgada caligrafía fluyente, en tienta descolorida, en el sentido  de  que  ella  ya  no  salía en absoluto. Adjuntaba también  el  aviso  de  impuestos,  sin comentario.

Convocaron  una reunión especial del Consejo Municipal. Una diputación la fue a visitar, llamando a la puerta por la que no había entrado ningún visitante desde que ella dejó de dar lecciones de pintar porcelana hacía unos ocho o diez años. Les hizo entrar el  viejo  negro  al  vestíbulo  en  penumbra  desde  el  cual  una  escalera  subía  hacia  más  sombra  aún.  Olí  a  polvo  y  desuso:  un  olor  denso,  malsano.  El  negro  les  hizo  entrar  al  salón,  que  tenía  un  mobiliario  pesado,  tapizado  en  cuero.  Cuando  el  negro  abrió  los  postigos de una ventana, vieron que el cuarto estaba agrietado; y cuando se sentaron, un leve polvo se elevó perezosamente, girando en lentas motas en el único rayo de sol. En un sucio caballete dorado ante la chimenea se elevaba un retrato a lápiz del padre de la señorita Emily. Se  levantaron  al  entrar  ella;  una  mujer  pequeña  y  gorda,  de  negro,  con  una  delgada  cadena  de  oro  bajándole  hasta  la  cintura  y  desapareciendo  en  su  cinturón,  y  apoyada en un bastón de ébano con una estropeada cabeza de oro. Su esqueleto era pequeño y reducido; quizá por eso lo que en otra hubiera sido nada más que gordura, en  ella  era  obesidad.  Parecía  borrosa,  como  un  cuerpo  que  lleva  mucho  tiempo  sumergido  en  agua  inmóvil,  y  de  ese  mismo  color  pálido.  Sus  ojos,  perdidos  en  las  grasientas  ondulaciones  de  la  cara,  parecían  dos  trocitos  de  carbón  encajados  en  un  trozo  de  masa,  al  moverse  de  una  cara  a  otra  mientras  los  visitantes  exponían  su  recado. Ella   no   les   pidió   que   se   sentaran.   Se   quedó   simplemente   en   la   puerta   escuchando  tranquilamente  hasta  que  el  portavoz  tropezó  y  se  detuvo.  Entonces  oyeron el reloj invisible tictaqueando en el extremo de la cadena de oro. Su voz era seca y fría: ---Yo  no  tengo  que  pagar  impuestos  en  Jefferson.  El  coronel  Sartoris  me  lo  explicó.  Quizá  uno  de  ustedes  pueda  obtener  acceso  a  los  registros  del  municipio  para  convencerse. ---Pero  si  ya  lo  hemos  hecho.  Nosotros  somos  las  autoridades  municipales,  señorita  Emily. ¿No recibió un aviso del oficial de justicia, firmado por él? ---Recibí un papel, sí –dijo la señorita Emily-. Quizá el mismo se considere el oficial de justicia... Yo no tengo impuestos en Jefferson. ---Pero no hay nada en los libros que lo muestre, vea. Tenemos que seguir la... ---Vean al coronel Sartoris. Yo no tengo impuestos en Jefferson... ---Pero, señorita Emily... ---Vean al coronel Sartoris. – (El coronel Sartoris había muerto hacía casi diez años) -. Yo  no  tengo  impuestos  en  Jefferson.  ¡Tobe!    Apareció  el  negro  -.  Acompaña  a  estos  caballeros a la puerta. 

II Así  les  venció,  en  toda  regla,  igual  que  había  vencido  a  sus  padres  treinta  años  antes  con  lo  del  olor.  Eso  fue  dos  años  después  de  la  muerte  de  su  padre  y  poco  tiempo  después  de  que  la  abandonara  su  novio    -  el  que  creímos  que  se  casaría  con  ella.  Después de la muerte de su padre salía muy poco; después que se marchó su novio la gente  apenas  la  vio.  Unas  pocas  señoras  tuvieron  la  temeridad  de  llamar,  pero  no  fueron  recibidas,  y  la  única  señal  de  vida  en  el  sitio  era  el  negro    entonces  joven    entrando y saliendo con una cesta de la compra. - Como si un hombre, ningún hombre, pudiera llevar decentemente una cocina - dijeron las  señoras;  así  que  no  les  extrañó  cuando  se  formó  el  olor.  Era  otro  vínculo  entre  el  grosero mundo pululante, y los altos y poderosos Grierson. Una vecina se quejó al alcalde, el juez Stevens, de ochenta años. ---Pero, ¿qué quiere que haga yo con eso, señora? – dijo él. ---Pues mandarle recado de que lo pare – dijo la mujer - ¿No hay una ley? ---Estoy seguro de que no hará falta – dijo el juez Stevens. Probablemente es sólo una serpiente o una rata que ha matado ese negro suyo en el jardín. Ya hablaré con él de eso. Al  día  siguiente  recibió  dos  quejas  más,  una  de  un  hombre  que  vino  como  excusándose con temor. ---Realmente tenemos que hacer algo con eso, señor juez. Yo sería el último del mundo en molestar a la señorita Emily, pero tenemos que hacer algo. Esa noche se reunió el Consejo Municipal  – tres barbas entrecanas y uno más joven, un miembro de la generación ascendente. ---Es  muy  sencillo    -dijo  éste.  Mándele  un  recado  de  que  limpie  su  sitio.  Denle  cierto  tiempo para hacerlo o si no... ---Caramba señor mío  - dijo el juez Stevens-, ¿va  usted a acusar a una señora de que le huele mal la cara? Así  que  la  noche  siguiente,  cuatro  hombres  cruzaron  el  césped  de  la  señorita  Emily  y  se  deslizaron  alrededor  de  la  casa  como  ladrones,  olfateando  a  lo  largo  de  la  base  de  las  paredes  de  ladrillos  y  en  las  aberturas  del  sótano,  mientras  uno  de  ellos  realizaba  un  verdadero  movimiento  de  siembra  sacando  la  mano  de  un  saco  colgado  del hombro.  Abrieron con fractura la puerta del sótano y esparcieron cal viva por allí y en  todas  las  construcciones  auxiliares.  Al  volver  a  cruzar  el  césped,  se  iluminó  una  ventana  que  estaba  oscura  y  la  señorita  Emily  apareció  en  ella,  sentada,  con  la  luz 

detrás, y su torso erguido, inmóvil, como el de un ídolo. Ellos se deslizaron en silencio a través  de  la  hierba  hasta  la  sombra  de  las  acacias  que  bordeaban  la  calle  al  cabo  de  una semana o dos desapareció el olor. Entonces fue cuando la gente empezó a lamentarse realmente por ella. La gente de  nuestro  pueblo,  recordando  cómo  la  vieja  Wyatt,  su  tía  abuela  se  había  vuelto  completamente loca al final, creía que los Grierson se consideraban un poco por encima de lo que eran realmente. Ninguno de los jóvenes era bastante para la señorita Emily y su  gente.  Habíamos  pensado  en  ellos  desde  hacía  mucho  igual  que  en  un  cuadro,  la  señorita  Emily  como  esbelta  figura  en  blanco  al  fondo,  su  padre,  como  silueta  despatarrada  en  primer  plano,  de  espaldas  a  ella  y  agarrando  un  látigo,  los  dos  enmarcados  por  la  puerta  delantera  bien  abierta  hacia  atrás.  Así  que  cuando  ella  cumplió  los  treinta  años  y  siguió  sola,  no  nos  gustó  exactamente,  pero  nos  sentimos  vindicados; aún con locura en la familia no habría rechazado todas sus oportunidades si se hubieran concretado realmente. Cuando murió su padre, se dijo por ahí que lo único que le dejaba era la casa; en cierto  modo,  la  gente  se  alegró.  Al  fin  podrían  compadecer  a  la  señorita  Emily.  Al  quedarse  sola  y  pobre  se  había  humanizado.  Ahora  ella  también  conocería  la  vieja  emoción y la vieja desesperación de un penique más o menos. El día después de su muerte las señoras se dispusieron a visitar la casa y ofrecer sus condolencias y su ayuda, según nuestra costumbre. La señorita Emily las recibió en la  puerta,  vestida  como  de  costumbre  y  sin  rastro  de  dolor  en  la  cara.  Les  dijo  que  su  padre no había muerto. Lo hizo así durante tres días, con los clérigos que la visitaron y con  los  médicos  que  la  trataron  de  persuadir  de  que  les  dejara  ocuparse  del  cadáver.  Cuando estaban a punto de recurrir a la ley y a la fuerza, ella se derrumbó, y enterraron rápidamente a su padre. No  decimos  que  estuviera  loca  entonces.  Creíamos  que  tenía  que  hacer  eso.  Recordábamos  a  todos  los  jóvenes  que  su  padre  había  ahuyentado,  y  sabíamos  que,  no  habiéndole  quedado  nada,  se  tendría  que  aferrar  a  aquello  mismo  que  la  había  despojado, como hace siempre la gente. III Estuvo enferma mucho tiempo. Cuando la vimos otra vez, se había cortado el pelo bien corto,  haciéndola  parecer  una  niña,  con  una  vaga  semejanza  a  los  ángeles  de  las  ventanas coloreadas de las iglesias  - algo así como trágica y serena. El pueblo había contratado la pavimentación de las aceras, y el verano después de la muerte de su padre empezaron las obras. La compañía de obras llegó con negros y  mulas  y  maquinaria,  y  un  capataz  llamado  HomerBarron,  un  yanqui    un  hombre  grande, oscuro, bien dispuesto, con una gran voz y los ojos más claros que la cara. Los

niños le seguían en grupos para oírle insultar a los negros, y oír cantar a los negros a compás  del  subir  y  bajar  los  picos.  Muy  pronto  conoció  a  todo  el  mundo  del  pueblo.  Siempre que se oía mucha risa en cualquier sitio de la plaza, HomerBarron estaba en el centro del grupo. Al fin empezamos a verle con la señorita Emily los domingos por la tarde guiando el cochecillo de ruedas amarillas y la pareja de bayos de la caballeriza de alquiler. Al principio nos alegramos de que la señorita Emily se interesara por alguien, por que todas las señoritas decían que ni siquiera el dolor podía hacer que una verdadera dama  olvidara  el  noblesseoblige    -  sin  llamarlo  noblesseroblige.  Decían  sólo:  “Pobre  Emily. Deberían venir a verla sus parientes”. Tenía algunos parientes en Alabama, pero hacía años su padre había reñido con ellos por  la herencia de la vieja Wyatt, la loca, y no había comunicación entre las dos familias. Ni siquiera habían estado representados en el entierro. Y  tan  pronto  como  dijeron  los  viejos  “pobre  Emily”,  empezó  el  cuchicheo.  “¿Suponéis que de veras es así?”, se decían unos a otros. “Claro que si. Qué otra cosa podría...” Eso, con la mano ante la boca: con un frufrú de seda y de raso al estirar el cuello detrás de celosías cerradas contra el sol del domingo por la tarde mientras pasaba leve y rápido el clop – clop – clop de la pareja de caballos: “ Pobre Emily”. Ella llevaba la frente bien alta –aún cuando creíamos que había caído. Era como si  exigiera  más  que  nunca  el  reconocimiento  de  su  dignidad  como  la  última  Grierson;  como si hubiera necesitado ese toque de terrenalidad para reafirmar su imperturbalidad. Igual  que  cuando  compró  el  veneno  de  ratas,  el  arsénico.  Eso  fue  un  año  después  de  que  empezaran  a  decir  “Pobre  Emily”  y  mientras  estaban  con  ella  sus  dos  primas  pasando una temporada. ---Quiero un veneno –dijo al boticario. Tenía más de treinta años entonces, todavía una mujer leve, más delgada que de costumbre, con fríos y altaneros ojos en una cara cuya carne estaba tensa en las sienes y en las cuencas de los ojos como uno se imagina que debe ser la cara de un farero. ---Quiero un veneno – dijo. ---Sí señorita Emily. ¿De qué clase? ¿Para ratas y cosas así? Yo recomen... ---Quiero el mejor que tenga. No me importa de qué clase. El boticario nombró varios. ---Esos matan cualquier cosa, hasta un elefante. Pero lo que usted necesita es... ---Arsénico – dijo la señorita Emily- ¿Es bueno eso? ---Que si es... ¿el arsénico? Sí, señora. Pero lo que usted necesita...

---Quiero arsénico. El farmacéutico la miro de arriba abajo. Ella le devolvió la mirada, erguida, con la cara como una bandera tensa. ---Bueno, claro –dijo el boticario-. Si eso es lo que usted quiere. Pero la ley requiere que diga para qué lo va a usar. La  señorita  Emily  no  hizo  más  que  quedársele  mirando,  con  la  cabeza  echada  hacia atrás para mirarle a los ojos, hasta que él apartó la mirada y trajo el arsénico y lo envolvió. El paquete se lo dio el muchacho negro de los repartos: el boticario no volvió a aparecer.  Cuando  ella  abrió  el  paquete  en  casa,  estaba  escrito  en  la  caja,  bajo  la  calavera y los huesos: “Para ratas”. IV Así  que  al  día  siguiente  todos  dijimos:  “Se  va  a  matar”;    y  dijimos  que  sería  lo  mejor.  Cuando  se  la  había  empezado  a  ver  con  HomerBarron,  dijimos:  “Se  casará  con  él”.  Luego dijimos: “Todavía lo convencerá”, porque el mismo Homer había hecho notar – le gustaba ir con hombres, y se sabía que bebía con los jóvenes de Elks’ Club- que él no era  hombre  de  casarse.  Luego  dijimos:  “Pobre  Emily”  detrás  de  las  celosías,  cuando  pasaban  el  domingo  por  la  tarde  en  el  reluciente  cochecillo,  la  señorita  Emily  con  la  cabeza  bien  alta  y  HomerBarron  con  el  sombrero  echado  atrás,  un  cigarro  entre  los  dientes y las riendas y el látigo en un guante amarillo.            Entonces           algunas           señoras  empezaron  a  decir  que  era  una  deshonra  para  el  pueblo y un mal ejemplo para los jóvenes. Los hombres no querían interferir, pero por fin las señoras obligaron a un ministro bautista – en la familia de la señorita Emily eran episcopalianos- a visitarla. El nunca quiso divulgar lo ocurrido en esa entrevista, pero se negó a volver. Al domingo siguiente volvieron a pasar en el cochecillo por las calles, y al día  siguiente  la  esposa  del  ministro  escribió  a  los  parientes  de  la  señorita  Emily  en  Alabama. Así  que  volvió  a  tener  bajo  su  techo  parentela  de  su  sangre  y  nosotros  nos  arrellanamos  para  observar  la  marcha  de  los  acontecimientos.  Al  principio  no  pasó  nada.  Luego  nos  sentimos  seguros  de  que  se  iban  a  casar.  Supimos  que  la  señorita  Emily había ido al joyero a encargar un conjunto de aseo para caballero, de plata, con las  letras  H.  B.  en  cada  pieza.  Dos  días  después  supimos  que  había  comprado  un  conjunto  completo  de  ropa  de  hombre,  incluyendo  un  camisón,  y  dijimos:  “Están  casados”.  Nos  alegramos  de  veras.  Nos  alegramos  porque  las  dos  primas  eran  aún  más Grierson de lo que lo había sido nunca la señorita Emily.

Así  que  no  nos  sorprendió  cuando  HomerBarron  –las  calles  ya  estaban  acabadas  hacía  tiempo    desapareció.  Nos  decepcionó  un  poco  que  no  hubiera  una  revelación  pública,  pero  creímos  que  se  había  ido  a  preparar  para  la  llegada  de  la  señorita Emily, o para darle una oportunidad de quitarse de encima a las primas. (Para entonces,  ya  había  una  conspiración  secreta  y  todos  éramos  aliados  de  la  señorita  Emily, ayudándola a dejar burladas a las primas.) Por supuesto, al cabo de otra semana se  marcharon.  Y,  como  habíamos  esperado  todo  ese  tiempo,  al  cabo  de  tres  días  HomerBarron volvía al pueblo. Un vecino vio que el negro le dejaba entrar por la puerta de la cocina después de oscurecer. Y  eso  fue  lo  último  que  vimos  de  HomerBarron.  Y  de  la  señorita  Emily  durante  algún  tiempo.  El  negro  entraba  y  salía  con  la  bolsa  de  la  compra,  pero  la  puerta  de  delante  permanecía  cerrada.  De  vez  en  cuando  la  veíamos  en  una  ventana  un  momento, como los hombres aquella noche cuando esparcieron cal viva, pero durante casi  seis  meses  no  apareció  en  la  calle.  Luego  supimos  que  eso  también  era  de  esperar;    como  si  esa  cualidad  de  su  padre,  que  había  echado  a  perder  su  vida  de  mujer tantas veces, fuera demasiado virulenta y furiosa para morir. Cuando volvimos a ver a la señorita Emily, había engordado y el pelo se le volvía gris.  Durante  los  siguientes  años  se  le  puso  cada  vez  más  gris,  hasta  que  al  dejar  de  cambiar, alcanzó un gris hierro de mezclilla. Hasta el día de su muerte a los setenta y cuatro años, siguió teniendo ese vigoroso gris hierro, como el pelo de un hombre activo. Desde  entonces,  la  puerta  de  delante  permaneció  cerrada,  salvo  durante  un  periodo de seis o siete años, cuando tenía unos cuarenta años, en que dio lecciones de pintar porcelana. Arregló un estudio en uno de los cuartos de abajo, adonde se envió a las  hijas  y  nietas  de  las  coetáneas  del  coronel  Sartoris  con  la  misma  regularidad  y  el  mismo  espíritu  con  que  se  les  mandaba  a  la  iglesia  el  domingo  con  una  moneda  de  veinticinco  centavos  para  la  bandeja  de  la  colecta.  Mientras  tanto,  se  la  había  dispensado de impuestos. Entonces  la  nueva  generación  se  convirtió  en  la  columna  vertebral  y  el  espíritu  del  pueblo,  y  las  alumnas  de  las  clases  de  pintura  crecieron  y  desaparecieron  de  en  medio  y  ya  no  le  mandaron  a  sus  hijas  con  cajas  de  colores  y  aburridos  pinceles  y  recortes de las revistas de señoras. La puerta de delante se cerró tras la última y quedó cerrada para siempre. Cuando el pueblo obtuvo reparto postal gratuito, la señorita Emily se  negó  a  dejarles  fijar  los  números  de  metal  sobre  la  puerta  y  ponerle  un  buzón.  No  quiso ni escucharles. Cada  día,  cada  mes,  cada  año  observábamos  al  negro  ponerse  canoso  y  encorvado,  entrando  y  saliendo  con  la  bolsa  de  la  compra.  Cada  diciembre,  le  enviábamos  un  aviso  de  impuestos,  que  la  oficina  de  correos  devolvía  una  semana  después,  sin  ser  recogido.  DE  vez  en  cuando  la  veíamos  en  una  de  las  ventanas  de  abajo – evidentemente había cerrado el piso de arriba de la casa- como el torso tallado de un ídolo en un nicho, mirándonos o no mirándonos, sin que supiéramos nunca qué. Así  pasó  de  generación  en  generación    querida,  ineludible,  impertérrita,  tranquila  y  perversa.

Y así murió. Cayó enferma en la casa llena de polvo y sombra, con sólo un negro chocheante   para   cuidarla.   No   supimos   siquiera   que   estaba   enferma;   habíamos   renunciado hacía mucho a intentar obtener información por el negro. El no hablaba con nadie,  probablemente  ni  siquiera  con  ella,  pues  la  voz  se  le  había  vuelto  áspera  y  oxidada, como por el desuso. V El negro recibió a las primeras señoras en la puerta de delante y las hizo entrar, con sus voces  silbantes  y  en  sordina  y  sus  rápidas  ojeadas  curiosas,  y  luego  desapareció.  Se  marchó derecho a través de la casa y salió por atrás y no se le volvió a ver. Las  dos  primas  vinieron  enseguida.  Hicieron  el  entierro    el  segundo  día,  con  el  pueblo viniendo a mirar a la señorita Emily bajo una masa de flores compradas, con la cara  de  su  padre  dibujada  a  lápiz  cavilando  profundamente  sobre  el  ataúd,  y  las  señoras sibilantes y macabras; y los hombres muy viejos – algunos con sus cepillados uniformes  de  la  confederación-    en  el  porche  y  en  el  césped,  hablando  de  la  señorita  Emily  como  si  hubiera  sido  coetánea  de  ellos,  creyendo  que  habían  bailado  con  ella  y  quizá  le  habían  hecho  la  corte,  confundiendo  el  tiempo  con  la  progresión  matemática,  como  hacen  los  viejos,  para  quienes  el  pasado  no  es  un  camino  que  disminuye  sino,  por el contrario, una ancha pradera no tocada jamás por ningún invierno, separada de ellos ahora por el estrecho cuello de botella de la más reciente década de años. Ya  sabíamos  que  había  un  cuarto  en  aquella  región  escaleras  arriba  que  nadie  había visto en cuarenta años, y que habría que forzar. Esperaron hasta que la señorita Emily estuviera decentemente en tierra para abrirlo. La  violencia  del  derrumbamiento  de  la  puerta  pareció  llenar  ese  cuarto  con  un  polvo  invasor.  Una  delgada  capa  de  acre  como  de  la  tumba,  parecía  cubrirlo  todo  en  ese cuarto decorado como para una boda: las cortinas de encaje, de desteñido rosa, las luces con pantallas rosa, la mesa del tocador, la delicada batería de cristal y de objetos de  aseo  de  hombre,  con  revestimiento  de  manchada  plata,  tan  manchada  que  el  monograma  quedaba  oscurecido.  Entre  ellos  había  un  cuello  y  una  corbata,  como  recién quitados, y que, al levantarse, dejaron en la superficie una pálida luna de polvo. En una silla colgaba el traje, cuidadosamente doblado; bajo él los dos zapatos mudos y los calcetines dejados caer. El hombre mismo estaba tendido en la cama. Durante un rato nos quedamos allí, simplemente, mirando la profunda sonrisa sin carne.  El  cuerpo  al  parecer  había  yacido  en  otro  tiempo  en  la  postura  de  un  abrazo,  pero  ahora  el  largo  sueño  que  dura  más  que  el  amor,  que  vence  incluso  la  mueca  del  amor, le había puesto los cuernos.

Lo que quedaba de él, podrido bajo lo que quedaba del camisón, se había vuelto inseparable de la cama en que yacía; y sobre él y sobre la almohada de al lado de él se extendía ese liso revestimiento del paciente polvo en espera. Entonces  nos  dimos  cuenta  de  que  en  la  segunda  almohada  había  el  hueco  de  una  cabeza.  Uno  de  nosotros  levantó  algo  de  ella,  y  al  inclinarnos  adelante,  sintiendo  en las narices, seco y acre, ese sutil e invisible polvo, vimos un largo mechón de pelo gris hierro.


Ejemplo del caligrama




FECHA DE ENTREGA 22 DE FEBRERO DE 2021

Criterios a  evaluar:

Presenta un título y datos del estudiante…………. 3

Se comprende el texto ………..2

Hay relación entre texto e imagen……2

Hay secuencia temporal en el caligrama………….2

Utiliza los aspectos formales de la escritura …….2

Cumple con el objetivo de la realización del caligrama………3

Ortografía y redacción::::::::::::::::::4




 


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